Los que solemos desplazarnos en bicicleta, solemos decir que nuestro cuerpo es nuestra carrocería. Rondando los 30 años empecé a tener un cierto respeto por cuidar de él.
El golpe
El trompazo que me dí pudo ser muy duro. Tuve suerte de caer en una pista de tierra bien arreglada y no tener cerca un árbol o piedra con el que chocar. Lo peor sólo fue un fuerte latigazo en la espalda al impactar con el suelo.
Era una bajada rápida, calculo que iba a más de 40 km/h –diría que 50–. La rueda delantera iba pinchada y yo tuve la feliz idea de soltar una mano para colocar el guardabarros que iba rozando con la cubierta justo en el momento del coger un bache. La combinación fue perfecta para perder el control. La dirección se cruzó y salí por encima del manillar al tiempo que giraba sobre mí mismo, y la bici conmigo. En ese momento aceptaba que me la iba a pegar y traté de amortiguar el golpe como pude.
Después de golpearme las rodillas con el manillar, llegué con las manos al suelo quemándome las palmas con la tierra. Terminamos aterrizando de espaldas –la bici con la parrilla y la rueda trasera–.
Ya en el suelo, recuerdo que me chequeé y pensé: «¡Qué suerte!, no me he golpeado la cabeza». La espalda me ardía de tal manera que no sentía dolor ni en las rodillas ni en las manos que se llevaron las heridas más fuertes. Respiraba con dolor pero no parecía que tuviera nada roto. Cuando me levanté llegó un compañero que me señaló el casco totalmente rajado por detrás. Por eso no había sentido el golpe en la cabeza. Las heridas de manos y rodillas tardaron un par de semanas en cicatrizar; la espalda y costillas un par de meses en recuperar la movilidad sin muchos dolores. Desde entonces ya no duermo muy bien sobre el suelo.
Asumir riesgos ajenos
Ahora suelo asumir mis propios riesgos y tengo un límite que intento no sobrepasar. Y desde luego no lo hago por buscar emoción. No sé si será la edad, las vivencias o ambas. En cuento a los ajenos, no los equiparo a los propios, para mí son inasumibles. Lamento las veces en las que he puesto en riesgo a alguien, y cuando lo he hecho, tengo claro que no ha sido mi intención, al menos, consciente. Sigo trabajando para que no vuelva a ocurrir, aunque sé que no se puede decir un «nunca más».
El problema viene cuando hay personas que sintiéndose protegidos por la chapa de sus vehículos, se exponen y nos exponen, a situaciones, circulando, en las que la piel de los demás se equipara a la chapa. Situaciones que no tengo claro que aceptaran, circulando en bici. Al menos esa es mi sensación cuando pasan a escasos centímetros de mí.
En la última, cuando llegué al semáforo detrás de él y le dije que no puede pasar tan cerca y jugar con mi vida, me contestó pausadamente: «Tranquilo, tenía todo controlado…». Me dejó sin palabras, me adelanté a su vehículo y levanté la mano, negando con la cabeza, en señal de impotencia.
Editado: Todo esto se puede extrapolar a cualquier situación de la vida. Y no veáis como me indigna pensar en los políticos y los riesgos que corren «por nosotros».